“Llegados a la casa subieron a la sala, donde se alojaban: Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago el de Alfeo, Sim ón el Celotes y Judas el de Santiago. Todos ellos se dedicaban a la oración en común, junto a algunas mujeres, entre ellas María, la madre de Jesús, y con sus hermanos”
(Hechos de los Apóstoles 2, 13-14)
Vivimos, a mi modo de ver, en una sociedad, al menos, “complicada”, un momento de la historia difícil para el ser humano; ya que el hombre ha puesto su esperanza, en muchas ocasiones, en sus poderes, olvidándose de Dios y de todo lo trascendente.
La economía, el poder, el dominio, los honores del mundo… son los motores de la ilusión del hombre y de la mujer contemporánea. El “tener” y el “poseer” han ahogado al “ser”, hasta el punto que hemos llegado a valorar al ser humano por lo que tenía y poseía, olvidándonos que el ser humano es por encima de todo persona; y para el cristiano, es hijo/a de Dios.
Hemos llenado de pegatinas al ser humano y hemos creado un ser diferente, donde prevalecen las distinciones. Al hombre y la mujer del siglo XXI le hemos querido diferenciar, y en ocasiones enfrentar, por su cultura, por sus ingresos económicos, por su posición social, por la opción política que practica… y hoy en día, incluso, por su opción sexual, raza, lengua, e ideas sociales y credos religiosos.
Hemos dejado de creer en el ser humano y en sus posibilidades, para creer sólo en el que es más bello, más famoso, más rico… Hemos puesto nuestra esperanza, no en los valores interiores sino en lo superfluo. Y cuando lo superfluo y exterior se ha hundido, nosotros, nuestra esperanza e ilusión se ha derrumbado. Cuando lo caduco, por su propia naturaleza, ha perdido fuerza y vigor, nosotros hemos perdido esperanza, ilusión y felicidad.
Pero al cristiano, Jesús de Nazaret, le propone asentar la raíz de nuestra esperanza en Aquel que no es perecedero (“Todo lo puedo en Aquel que me salva”). Nuestra esperanza es Cristo y Cristo resucitado. (“Nuestra fuerza reside en la debilidad de la cruz”).
María da sentido esperanzador a la primera comunidad cristiana, a la Iglesia naciente, a los Apóstoles que hundidos, andan errantes como oveja que no tiene pastor. Es Ella, quien se reúne en oración con los amigos íntimos de Jesús (Hechos de los Apóstoles 2, 13-14). Es Ella, quien les recordará los valores del Reino prometido por Cristo. Es Ella, quien les invitará a buscar lo perenne, lo auténtico y no lo fugaz y sucedáneo. Es Ella, quien reconducirá y acompañará los primeros pasos de sus apostolados. Es Ella, quien marcará el camino de ser “dichoso por creer en el evangelio y ponerlo por obra”. Es Ella, quien les ilusionará con su propia vida de entrega desde aquel primer “hágase en mi según tu voluntad”. Y es Ella, María, la Madre, quien les recordará la fuerza que tienen las palabras de Jesús a la luz de la resurrección.
María se convierte, desde la cruz, en Madre, y como madre, invitará a todos los discípulos de Cristo, los de ayer y los de hoy, a cogernos de la mano de su Hijo y a poner nuestra esperanza y nuestras fuerzas en los valores de las bienaventuranzas.
Ánimo, nada hay perdido. Podemos impregnar nuestra sociedad e Iglesia, nuestras familias y amistades, nuestros trabajos y ocios, del autentico valor del ser humano.
No nos conformemos con lo que nos dan o nos ofrecen, si no es auténtico y valioso. Rechacemos las “drogas” que adormecen al ser humano, “drogas” que enquistan el corazón e imposibilitan nuestra capacidad de amar. Optemos los cristianos por Jesús de Nazaret, por su evangelio, por un mundo esperanzado. Sigamos creyendo en el ser humano, no en lo que tiene sino en lo que es. Y recordemos que nuestra dignidad es la de Hijos de Dios
Parroquia de El Cerro.