Por: Santiago Santaolalla Martínez
María acepta la misión de ser «Madre del Salvador». Se abandona en los brazos de Dios Padre, poniéndose confiadamente a su servicio, como «esclava». María, desde ese «hágase», obtiene el título de Madre de Dios y con ese título comienza su servicio, disponibilidad y entrega al ser humano
Este título no le hace olvidarse de sus semejantes, ni muchos menos distanciarse de sus paisanos, ni tampoco sentirse superiora a sus familiares, ni despreciar al otro de distinto pensar, ni mirar a nadie por encima del hombro, al contrario, Ella visita en ayuda a su pariente Isabel que, ya mayor, se encuentra embarazada de «Juan, el Bautista». María se pone el traje de faena y comienza a practicar la caridad. María se involucra en ayudar al necesitado. María prepara la venida de su Hijo con esperanza, alegría, ilusión y mucha caridad.
En el evangelio de «la boda de Caná», María es la mujer que no se deja vencer, la mujer creyente que encarna la esperanza. Aparece preocupada, pero por las dificultades de los demás, más que por las propias. Ella, tiene los ojos abiertos para adelantarse y prever las dificultades que los otros, en este caso los novios, puedan tener.
Qué diferente sería nuestro testimonio de cristianos y de Iglesia si estuviéramos atentos a las dificultades de los demás, e incluso atenderlos previendo sus posibles problemas. María, contemplando a aquellos novios, constata lo mismo que mirándonos a nosotros: «No tienen vino». ¿No es verdad que también a nosotros, a menudo, nos falta lo que el vino significa de hermandad, de alegría y de fiesta? Jesús contempla nuestros dramas personales y comunitarios y nos descubre desanimados, apresurados, sin ánimo… Y Jesús quiere hacer de nuestra vida insípida, sin gusto, un vino que alegre el corazón.
Santiago Santaolalla Martínez